En justicia, hay que decir que todos hemos hecho el totorota alguna vez, aunque no supiéramos que esa palabra existe. Es un término que empleamos los canarios (sobre todo las madres, los hermanos mayores y las novias) para señalar la torpeza de una acción, una actitud o un argumento. Todos hemos hecho, dicho o pensado una bobería alguna vez y nos hemos ganado ese calificativo, prodigado entre bromas y veras, antes de la reprensión o la risa.
Pero hay totorotas vocacionales, totorotas irremediables, de esos que se llevan la palma y cuyos nombres merecen ser consignados con letras de oro en el libro tristemente infinito del totorotismo supino. Si el totorota se queda quieto y mantiene cerrada su bocaza es difícil distinguirlo del común de los mortales. Pero le basta con decir que un vertido petrolífero masivo consiste en unos hilillos de plastilina, con sostener que la maldad puede transmigrar en un órgano donado, con declarar que una mujer puede “cerrar sus conductos” ante una violación o con hacerse una foto con los cataplines de un ciervo en la cabeza poniendo una cara sonriente y sanguinolenta para entrar a formar parte de esa nómina de totorotas diversa y variada en la que hay gente de todos los sexos, oficios, edades y clases sociales.
Hay, por ejemplo, totorotas que dicen que abaratar el despido es bueno para la contratación. Totorotas que afirman que un matrimonio solo puede estar formado por un hombre y una mujer. Totorotas que están en contra de la educación sexual pero también del aborto mientras que, si se les aprieta un poco, no será difícil constatar que coquetean con la idea de la pena de muerte. Totorotas que defienden el derecho al trabajo únicamente el día en que se convoca una huelga. Totorotas que creen que la violencia puede resolver los conflictos o, al contrario, que la pasividad ante los conflictos también puede solucionar algo.
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