Los múltiples indicios de prácticas de corrupción por parte de destacados representantes de las élites políticas y económicas de poder que se están haciendo públicos, evidencian que esas delictivas e indignas actividades conforman la vida política y económica de nuestra sociedad. En estos momentos, las sospechas políticas apuntan a los dirigentes del Partido Popular, organización que dirige el gobierno central, la mayoría de las Autonomías y multitud de entidades locales. Pero este fenómeno de vulneración del principio de legalidad y de la responsabilidad institucional lleva tiempo extendiéndose. Los gobiernos del Partido Socialista Obrero Español, el otro partido que se ha venido alternando en el gobierno de las distintas Administraciones de nuestro Estado, también están marcados por la financiación irregular, el desvío de fondos para los dirigentes orgánicos y los tratos de ventaja a las entidades y empresas afines.
La notoriedad social que provoca el conocimiento de esta delincuencia de los más poderosos no hace olvidar la gravedad y amplitud del problema, que va mucho más allá de conductas personales. Frente a la interesada justificación de esta lacra como muestra de “la condición humana”, la realidad es que estos procedimientos de aprovechamiento ilegítimo -y de afrenta a las reglas de juego democráticas- están reservados a muy pocos: solo quienes tienen propiedades y recursos económicos y aquellos que están en condiciones de ofrecer privilegios o imponer penalizaciones pueden, corrompiendo y siendo corrompidos, sacar ventaja de ello. La gran mayoría de la ciudadanía y del personal funcionarial, no son agentes de la corrupción, si no, en conjunto, sus víctimas.
El nuestro es un régimen de administración moderna, un Estado de Derecho que está dotado de los equilibrios y contrapesos necesarios para certificar la seguridad jurídica. Por ello, para que con casi completa impunidad, se haga “pagar por jugar”, para que se amañen concursos y concesiones y se reciban ingentes cantidades de dinero, se han tenido que neutralizar, desactivar o vaciar de funciones, múltiples organismos institucionales de control y vigilancia. Para que la corrupción esté tan extendida como está, de los ayuntamientos al Parlamento, durante mucho tiempo ha habido que manipular las normas vigentes, menguar las dotaciones y forzar las actitudes del personal al cargo. Aunque, desde luego, si dentro y fuera de las instituciones y las empresas hubiera mayor resistencia y más denuncias, esta mancha no se perpetuaría ni se extendería tanto.
Hoy se reconoce, sin mayor rubor, que en las Administraciones municipales, la pasada “burbuja del ladrillo” provocó una enorme corrupción; que a nivel autonómico, los fondos europeos también trajeron múltiples corruptelas; que en las privatizaciones del patrimonio estatal y de las empresas públicas, ocurrió más de lo mismo… la responsabilidad principal de todo ello, dado el sistema politicoeconómico existente, marcadamente jerárquico, es de las cúpulas de los poderes institucionales y fácticos, un colectivo social oligárquico que reparte e intercambia sus miembros entre los altos cargos de la gestión política, la administración pública y los consejos de dirección de las grandes empresas. Son solo unos pocos los que, por su privilegiada posición en la pirámide del poder, detentan las grandes redes de apesebramiento y clientelares que originan y mantienen las dinámicas corruptas.
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