El otro día descubrí, horrorizada, no sólo que la Comisión de Cultura del Congreso ha aprobado recientemente la iniciativa para proteger las corridas de toros que busca que la tauromaquia sea declarada Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad por la UNESCO, sino también que TVE vuelve a retrasmitirlas.
Me asaltó entonces una terrible sensación de déjà vu y, por un momento y como le ocurrió al estirado crítico gastronómico cuando probó el ratatuille de la rata cocinera en aquella famosa película de Disney que con toda seguridad ha visto la mayoría de ustedes, me vi trasportada a tiempos de bocadillos de Nocilla y días largos, tiempos en los que aún abundaban los vestigios de una España agotada por el franquismo, tiempos en los que, me cuentan, porque yo era aún demasiado pequeña para recordarlo hoy, comenzábamos a vislumbrar la luz al final del largo túnel que supuso la postguerra y la dictadura en este país.
Porque si bien es cierto que aún existen muchos españoles que defienden vehementemente la práctica de lo que para ellos es un arte, para la gran mayoría de nosotros las corridas de toros no son más que una celebración arcaica y retrógrada basada en el sufrimiento de un animal indefenso o, al menos, en clara inferioridad de condiciones, porque díganme ustedes a mí si quinientos kilos de peso y dos imponentes pitones pueden competir con el terror y el desconcierto que, a buen seguro, inspiran a la pobre bestia los gritos y ruidos de la plaza e incluso el encierro previo en un espacio reducido y oscuro, sabiendo con su instinto certero lo que está por venir. Ni con el terrible dolor que sienten, porque lo sienten, ya que tienen terminaciones nerviosas como las de cualquier mamífero, cada vez que una banderilla o una pica se ensañan con la poderosa pero aún así frágil musculatura de su lomo, para debilitarlos desangrándolos lentamente.
Esos miles de detractores de esta costumbre bárbara cuestionamos a esos otros que disertan sobre la belleza y la elegancia que luce el torero en su porte altanero y su llamativa vestimenta, o esa habilidad, elevada a arte por esos mismos entendidos, con que esos expertos capeadores burlan al animal con sus fintas y cabriolas, aunque me atrevo a aventurar que es bastante probable que la gran mayoría de esos “eruditos” que llaman a esto arte sean incapaces de apreciar, y ya no digo identificar, un cuadro de Goya o una escultura de Botero, por poner ejemplos supuestamente igual de castizos. En cualquier caso, y salvo para esos defensores de esta más que cuestionable tradición, estoy totalmente convencida de que la mayoría de nosotros jamás podría encontrar en ninguno de estos gestos de coreografía rancia otra cosa que no fuese el más absoluto desprecio por la sobrecogedora desesperación de una bestia en su último y titánico esfuerzo por luchar por una vida que se le escurre por los rojos ríos que surcan el azabache de su piel.
No, no puedo entender qué tiene de hermoso regodearse en el sufrimiento de un ser vivo, presenciar cómo las banderillas mantienen abiertas sus heridas con cada uno de los movimientos, cada vez más lentos, que ejecuta sobre la arena tantas veces hollada la bestia acorralada y exhausta, conocedora de un final que se acerca, aterrorizada, y ser testigo de cómo el estoque final se hunde en su lomo hasta partir en dos su corazón, haciendo que el animal se desplome entre estertores, agonizante, mientras la vida se le escapa y, lentamente, se va extinguiendo hasta apagarse la luz en sus grandes ojos negros… ¿Qué podría tener nada de esto de artístico, de bello y mucho menos, de loable?
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