La
energía y el agua son elementos esenciales para la vida, para la
soberanía y para la existencia de un país y por eso no deberían
ser objeto de especulación. Sin embargo, el control de los
combustibles fósiles, y por tanto de la energía, se ha ido mudando
en las últimas décadas a un ritmo vertiginoso de la propiedad
pública a la privada. El dominio de las materias primas, en un
planeta que huye hacia adelante agotando los recursos, se ha
convertido en el objetivo principal de un primer mundo controlado por
el neoliberalismo económico. Alrededor de estas políticas
privatizadoras se ha conformado un poder superior al de los estados y
se han forzado y se están forzando confrontaciones geoestratégicas.
El
agua no se ha librado de estas prácticas voraces de acaparamiento
(se calcula que un 75% estará en las próximas décadas en manos
privadas) y de las consecuencias de la degradación del medio
ambiente. A pesar de ser un elemento esencial para la vida (la salud,
el medio natural, el clima, los alimentos e incluso buena parte de la
energía depende de ella), en estos momentos casi 700 millones de
personas sobreviven sin agua potable. Según la ONU, un tercio de la
humanidad vivirá en 2025 en zonas con escasez de agua. Por esa fecha
la reserva de agua potable para consumo humano será de apenas de un
3% del total existente y, al ritmo que la consumimos en estos
momentos, en menos de dos décadas necesitaremos un 40% más de agua
para subsistir. La mayor parte de los analistas coinciden en afirmar
que en los próximos años la falta de agua potable será una de las
causas fundamentales de enfrentamientos bélicos en los distintos
continentes, que se sumará a las hambrunas, epidemias y catástrofes
naturales. La Asamblea General de la ONU reconoció explícitamente
en 2010, a través de la resolución 64/292, “el derecho humano al
agua y al saneamiento, reafirmando que son esenciales para la
realización de todos los derechos humanos”.
El
agua es, por tanto un servicio pa,
agua﷽﷽﷽dad,
educación, energúducacipetidas a privatizar odos pr agua
potable. úblico
de primer orden que cada día que pasa despierta la codicia
privatizadora y monopolizadora. En esta espiral mundial de
privatizaciones al abrigo del neoliberalismo, Europa no se podía
quedar al margen. A finales del año pasado la Comisión Europea
puso en marcha una estrategia encaminada a exigir a los países
rescatados o en situaciones comprometidas la liberalización de
servicios esenciales como la sanidad, la educación, la energía o el
agua. Obliga a los países intervenidos y presiona a los países
miembros y, para hacerlo efectivo, encarga al comisario europeo de
Mercado Interior, Michel Barnier, una directiva sobre concesiones a
empresas privadas de bienes y servicios públicos esenciales en la
que el agua ocupa un lugar preferente.
Afortunadamente,
la respuesta ciudadana europea no se hizo esperar. De inmediato se
puso en marcha un movimiento conformado por distintas organizaciones
que terminó confluyendo en una Iniciativa Ciudadana Europea que
defiende el derecho al agua y al saneamiento como derecho humano. Y
se hace valedora de su importancia estratégica como bien público y
no comercial. Millones de firmas y manifestaciones consiguieron en
poco tiempo frenar la directiva, aunque no las intenciones que se van
concretando poco a poco en distintos países, con rechazos
importantes como los que se dieron en Italia forzando la convocatoria
de un referéndum. Se abre un enfrentamiento claro entre la troika y
distintas ciudades europeas como París, que recuperó el servicio
hace unos años, o Berlín y muchísimos otros ayuntamientos
alemanes que han optado por lo mismo.
Pero
en España el PP siempre ha querido ser más papista que el Papa.
Estas cosas de la resistencia ciudadana les entran por un oído y les
salen por otro. Se las trae al pairo y abraza la fiebre privatizadora
con enorme entusiasmo. En estos momentos casi un 50% del suministro
de agua se encuentra en manos privadas (la mayor parte lo controlan
FCC y Agbar) y no cesan las presiones y la elaboración de normas
(como la recién aprobada reforma de la administración local) para
obligar a los ayuntamientos a claudicar. Aducen -y para crear una
opinión favorable utilizan todos los medios a su alcance- que la
privatización potencia la competencia y abarata los costes, que los
servicios son más eficientes, que existe más posibilidades
inversoras y que se dispone de mayor capacidad tecnológica para
afrontar retos de futuro. Pero esto casi nunca es así. Según un
informe de ATTAC, para el Departamento de Economía Aplicada de la
Universidad de Granada los operadores públicos, por regla general,
son más eficientes en términos económicos, sociales y ambientales.
También el Observatorio de Privatizaciones de la Universidad
Complutense llegó a la conclusión de que las privatizaciones
terminaban en subidas desproporcionadas de las tarifas,
incumplimientos de las cláusulas de los contratos, falta de
transparencia al amparo de la privacidad de la información
empresarial, disminución de las obligaciones medioambientales (más
consumo más ganancias) y la pérdida de control efectivo del
servicio por los responsables municipales. Más recientemente (apenas
unas semanas) el Tribunal de Cuentas acaba de hacer público un
informe demoledor (que ha pasado bastante desapercibido) en el que
concluye -tras analizar la prestación de servicios de ayuntamientos
españoles de menos de 20.000 habitantes (el 95% del total del país)-
que sale más caro un servicio público cuando lo ofrece una empresa
privada que cuando lo presta el ayuntamiento y que, además, esta
carestía no se corresponde con una mayor calidad del servicio.
Y
si no que se lo pregunten a los ciudadanos de Las Palmas de Gran
Canaria o a los de Santa Cruz de Tenerife. En la capital grancanaria,
en medio de transfuguismos políticos y sospechas de corrupción, se
privatizó EMALSA, una empresa pública rentable en la que crearon un
tremendo agujero económico para después venderla al mejor postor.
Irregularidades administrativas y sentencias judiciales
contradictorias, firmadas por el mismo juez, y otras trapacerías,
han desembocado en las últimas semanas en una denuncia del alcalde
de la ciudad ante la fiscalía, que ha empezado por acusar a 15
directivos de “gestión desleal” y por señalar alquileres
lesivos, amén de otras anomalías. En medio, incriminaciones por la
carestía del servicio, por el aumento de las tarifas, por el
incremento del déficit de la empresa, por las nulas inversiones en
el mantenimiento de las infraestructuras, por compras de dudosa
responsabilidad económica, por gastos sin control, por sueldos
millonarios y un largo etcétera de despropósitos. Y en la capital
chicharrera otro tanto. Como en el caso de LPGC aquí también tuvo
que intervenir la Justicia que terminó por anular el proceso de
venta de la compañía, ya que se dieron tanta prisa con el
despropósito que no se cumplieron los plazos de exposición pública
del proyecto y porque el interventor municipal llegó a alegar que
se atentaba contra los intereses de los ciudadanos y que se vulneraba
la Ley. En medio también, por supuesto, acusaciones de cobros de
comisiones ilegales, subidas onerosas del precio del agua -un 70% en
los últimos 8 años-, carencia de inversiones obligadas en el
contrato y la certeza de que cuando Sacyr asumió el contrato la
empresa tenía superávit y en la actualidad cuenta con un déficit
de ocho millones de euros. No podía estar más claro.
Afortunadamente,
tanto en el conjunto de Europa como en España se cuentan por miles
los municipios que andan en estos momentos en el proceso de revertir
las privatizaciones a las que se vieron abocados en su día. Es lo
mismo que piensan millones de ciudadanos. Es la evidencia de los
hechos frente a la campaña interesada de desprestigiar y vaciar lo
público.
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