miércoles, 4 de marzo de 2020

Criados a balde, por Paco Vega

Llevo unos días buscando el momento oportuno para enhebrar dos líneas seguidas sobre la frase que da título al presente texto y que escuché a una amiga no hace mucho tiempo, y me gustó tanto que le prometí robársela para hacerla mía, con su permiso.

Con la frase “criados a balde” se refería mi amiga, como es lógico deducir, a los que tuvimos pocas facilidades desde nuestra tierna infancia. Pegados a la tierra de labranza y a los animales, aprendimos antes a ordeñar y manejar el sacho que a hablar. Con pocos regalos y carantoñas supimos lo que eran las privaciones, sin paños calientes. Con las manos encallecidas y cansados de trabajar, antes de empezar a jugar, compatibilizábamos los estudios con el duro trabajo en plataneras y el cuidado del ganado. Como es evidente, a ninguno nos avergüenza nuestro pasado, más bien al contrario, forma parte de nuestra trayectoria vital, que sin duda ha forjado nuestro carácter. Pero esa expresión de “criados al balde” no deja de ser un símil rudimentario y explícito de una forma de crianza a lo que fue nuestra dura infancia y juventud, carente de mimos y regada de sacrificios e imaginación.

El duro trabajo de campo solamente le conoce quien lo ha sufrido en sus propias carnes, especialmente en aquellos años de trabajo sin máquinas, goteros, ni riegos asistidos. Todo había que hacerlo a mano. El sistema de riego por inundación llevaba aparejado además un intenso trabajo de sacho, para eliminar las malas hierbas, adecentar los camellones y riegos que llevasen el líquido elemento a cada mata. El recorte de plataneras, el desflorillado de racimos y el corte formaban también parte inevitable de las tareas. De los animales mejor ni hablar, puesto que además de la comida diaria, que había que cargar desde las plataneras al alpende, había que alimentarles y retirar y hacerles “la cama” de los animales con hoja seca, para mantenerlos en unas condiciones mínimas de higiene.

Los que hemos sido CRIADOS A BALDE cultivamos, a pesar de la rudeza de nuestra infancia, una sensibilidad especial para la naturaleza, los animales y las personas; sensibilidad apenas disimulada en nuestros textos, los que tenemos el atrevimiento de dejar por escrito nuestras impresiones sobre lo divino y lo humano.



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