El terrorismo es uno de los pilares del control social. Desde el surgimiento de los Estados primigenios las cúpulas del poder político, para asegurarse la dominación sobre el conjunto de sus poblaciones, han requerido de la práctica del terror para mantener el orden público a su conveniencia.
La violencia, la amenaza y la represión han producido siempre notables efectos sociales y personales: el tener que vivir con miedo, amedrentados e inseguros, conduce, comunitaria e individualmente, a la inhibición y a la sumisión compulsivas. Esto lo saben muy bien los grupos de poder establecidos que han venido utilizando esas tácticas para silenciar a los descontentos y doblegar a los adversarios. Y también lo saben los que pretenden hacerse con el poder por vías cruentas, por lo que recurren a violar la seguridad pública, atemorizando a la población.
En los Reinos del terror y en los Estados policíacos la obediencia colectiva está determinada por el miedo. No obstante, este terrorismo “legal”, en la medida en que la capacidad de acusación contestataria crezca en la sociedad que lo soporta, se puede tornar mucho más refinado. Por eso, en las Tiranías modernas el terror se vuelve sofisticado, se aplica sutilmente y permite hasta una cierta “ilustración” en las poblaciones sometidas, siendo mucho más difuso en los regímenes occidentales democráticos, porque en ellos, hacia dentro, las garantías jurídicas y los derechos humanos son más respetados.
Sin embargo, en las relaciones internacionales, donde aún prima, con mucho, la ley del más fuerte, los esquemas terroríficos son notablemente más burdos y resolutivos. Un buen ejemplo de ello, fueron las políticas neocoloniales llevadas a cabo por parte de agentes económicos de las “Naciones ricas” sobre los “Países en vías de desarrollo”, desde los años 70 del pasado siglo. En palabras de un actor principal, John Perkins, economista jefe de una consultoría internacional estadounidense en aquel tiempo, se practicó lo que define como de “gansterismo financiero”, fomentando, gracias a las débiles regulaciones y controles administrativos, el endeudamiento desbocado de los Estados más pobres, pero con importantes recursos naturales o estratégicos.
A través de la corrupción de las instituciones de gobierno y de sus mandatarios locales, se procedió a “modernizar” sin tino las infraestructuras públicas a crédito, lo que terminó originando deudas imposibles de afrontar, hambrunas, condiciones laborales esclavistas y graves degradaciones ambientales. Todo ello, realizado por empresas multinacionales y bancos del primer mundo, adornado con supuestos programas de desarrollo y con el beneplácito y la entusiástica colaboración del Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y la Organización mundial de Libre Comercio.
Esta pesadilla, este terror al final del pasillo de la “Casa de chocolate” para pobres, causó enormes estragos en muchos países hace pocas décadas. E ingentes beneficios para los poderes fácticos de Occidente. Tan bien les salió, que ahora, estallada la burbuja financiera global, nos están aplicando esas mismas recetas a las poblaciones y los gobiernos de los propios Estados que facilitaron el pillaje y el expolio a terceros. El mismo desarrollismo “a cuenta”, el mismo endeudamiento insostenible, el mismo empobrecimiento vertiginoso, el mismo hundimiento de las condiciones de trabajo… Y, otra vez, con el apoyo explícito de las organizaciones internacionales y, en Europa, de la propia Unión Europea. ¡Qué miedo!
No hay comentarios:
Publicar un comentario