Cuando tenía 16 o 17 años, un grupo de cómicos se daban la vez para asomarse a través de la televisión a nuestros hogares y hacer reír a los espectadores. A finales de los Ochenta o tal vez inicios de los Noventa, escuchaba las carcajadas de mi padre, que siempre ha tenido una risa muy contagiosa, al escucharlos, especialmente a uno de ellos.
-Mira Mar, este es uno de los mejores cómicos del programa. Escúchale, es buenísimo. Creo que es canario…
Esa fue la primera vez que vi a Manolo Vieira. Alto, delgado y con un brillo de inteligente ironía en la mirada que le ha acompañado siempre. Me encantó. Desde el minuto uno me cautivó su manera de contar las cosas porque tal vez esa es su gran baza, su capacidad de narrar y atraparte en la historia, como quien no quiere la cosa. Le di la razón a mi padre. Después, ambos, yo ya tan fan como él, lo escuchábamos en Protagonistas de Luis del Olmo, como a todos los grandes humoristas del momento. Siendo uno más, sino el mejor.
Yo ni siquiera podía pensar entonces, que unos años más tarde me iría a vivir a Canarias y que allí iba a establecer mi vida. No se me podía ocurrir que me iba a casar con un lanzaroteño y que algunos de mis mejores amigos serían isleños. Y mucho menos me podía imaginar que Carmelito, Maruquita, Fefa, Cuco y Chanín iban a acabar siendo viejos conocidos. Y ta y cuá, pun pun, esto y lo otro, frases bien familiares.
He tenido la suerte de entrevistarle en este número, con ocasión de su despedida de los escenarios, que no del todo porque a sus 73 años sigue estando hecho un chaval en lo que a rapidez de reflejos se refiere, y no deja de intercalar algún que otro chiste entre respuesta y respuesta. Se puede sacar al artista de los escenarios, pero nunca dejará de serlo.
Dicen que los sabores, como la Magdalena de Proust, te transportan al pasado, a los recuerdos. Y los olores, y la música también lo hacen. A mí los chistes de Manolo Vieira, o más bien sus monólogos (en esto ya fue todo un precursor, un auténtico pionero) me transportan a esas jornadas de risas compartidas con mi padre, a mis 16 años, cuando todo estaba por llegar. Justo por eso, cada vez que lo veo, antes incluso de que empiece a contar historias, a mí ya se me ha dibujado una sonrisa en la cara y un enorme respeto por alguien que lleva toda su vida haciendo sonreír a los demás. No se me ocurre nada más importante. Justo por eso, no puedo hacer otra cosa que darle las gracias. Gracias, gracias por ser la banda sonora de nuestras vidas, por hacernos más soportables los malos ratos y permitirnos creer que, a pesar de que lo estemos pasando mal en un momento concreto de nuestras vidas, siempre volverán los momentos de risas y alegrías. Por todo eso, gracias, maestro.
Mar Arias Couce
lancelotdigital
No hay comentarios:
Publicar un comentario