lunes, 21 de agosto de 2023

Todo arde, por Xavier Aparici Gisbert

En esta crónica de una muerte anunciada que es la emergencia climática a la que está abocada la humanidad contemporánea por su ecocida modelo de desarrollo, las sequías, las olas de calor y los incendios forestales, año tras año, se incrementan. Tanto en las áreas naturales como en las transformadas por la acción humana cada verano el fuego consume la cubierta verde y la vida animal vinculada a ella con las irreparables pérdidas en biodiversidad que ello conlleva.
 

Aunque los incendios forman parte del ciclo natural de la naturaleza, en los espacios prístinos en las zonas aledañas a las urbes, nada resiste esa combinación de altas temperaturas, sequedad extrema y fuertes vientos que provocan los altos niveles de gases de efecto invernadero que emiten a nivel planetario nuestras prácticas de producción y consumo vigentes.
 

En estos momentos, además de en otros muchos lugares, amplias zonas de los bosques boreales de Canadá, que sufre su peor temporada de incendios forestales, están ardiendo en más de 1 000 incendios activos. Y, tras pasados episodios en Gran Canaria y recientes en La Palma, en la isla de Tenerife un enorme incendio nunca visto corroe la masa arbórea del territorio, tanto en las cumbres y barrancos como en los aledaños de varios barrios, lo que están obligando, como ya se ha vuelto habitual, a la evacuación de múltiples personas y animales de crianza.
 

En el caso de los lugares aún salvajes y extensos poco se puede hacer directamente, más allá de intentar mitigar, por poco que sea, la extensión y duración de la devastación. Debido a los orígenes del problema no hay otra que lograr reducir el incremento de las temperaturas, lo que requiere una auténtica revolución civilizatoria: la de conseguir acabar con las dinámicas que provoca la actual adicción al crecimiento, a las energías fósiles y al lucro privado de los países ricos y de las élites dominantes.
 

No obstante, en territorios de tamaño reducido y altamente transformados humanamente como es nuestro archipiélago, puede hacerse mucho más. Ya hace mucho tiempo que se sabe que hay que proteger integralmente el territorio con intervenciones urbanas, rurales y silvestres coordinadas y en mosaico: los espacios más naturales atendidos con técnicas de selvicultura, lazonas agropecuarias mantenidas con procesos agroecológicos y los entornos urbanos reacondicionados con criterios sostenibles.
 

Precisamos de una versión actualizada y ecológicamente consciente de la manera tradicional de cuidar los distintos entornos, que estaban centradas en asegurar las mejores condiciones de las comunidades y los ecosistemas locales porque se dependía de ellos para sobrevivir. Y tras décadas de haber superado las actividades económicas de subsistencia y de haber desvalorizado el primer sector económico reduciéndolo, en gran medida, a la exportación, las intervenciones deben ser a medida de las necesidades, no de las inercias e intereses que nos han traído aquí.
 

Las administraciones públicas canarias, junto a la sociedad a la que sirven, tienen la responsabilidad de proteger nuestra naturaleza, nuestro agro y nuestros hábitats comunitarios revalorizando los entornos, reivindicando la prioridad de la economía endógena y asumiendo la responsabilidad debida a las siguientes generaciones. En estas tareas, ni las iniciativameramente utilitarias del territorio, ni la importación de productos y servicios que seamos capaces de generar localmente, ni el desentendimiento de las cruciales tareas de transición a la sostenibilidad serán convenientes, si no, más bien, todo lo contrario.

 

Junto al resto del mundo, estamos en una tremenda e inusitada crisis multinivel por haber supeditado nuestra democracia, nuestra economía y nuestra sociedad a intereses de partenegando el bien común que debe orientarlas. Habiendo entregado a la pira de los negocios nuestras competencias políticas, nuestras capacidades productivas y nuestras virtudes cívicasno debe extrañarnos que, por tanto, estemos, literalmente, quemados.
 

¿Qué más tiene que pasar para que reaccionemos?

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