viernes, 3 de mayo de 2024

Pablo Iglesias, Ferreras y la autocrítica, por Manu Levin

 

«Pablo Iglesias, no sé por qué, pero me cae fatal. Es oír su voz y me pongo

enfermo».

En estos años he escuchado decir frases como esta innumerables veces a gente de todo tipo, también a amigos muy cercanos. Seguramente muchos de quienes estáis leyendo estas líneas reconocéis esa expresión, porque también la habréis escuchado mil veces. O incluso vosotros mismos la habéis pronunciado. «No sé por qué, pero es que no puedo con él». Aun a riesgo de resultar soberbio, les diré algo a todos los que albergan ese sentimiento: yo sí lo sé. Yo sí sé por qué te cae tan mal Pablo Iglesias. La respuesta tiene solo dos palabras: poder mediático.

Soy consciente de que mucha gente jamás aceptaría esa conclusión sobre sí misma. «A mí ninguna televisión me ha metido nada en la cabeza». «Si no soporto a Iglesias es por cómo él es, por lo que ha hecho y por las decisiones que ha tomado». A quien piense así, le pido que lo reflexione con más humildad. Porque esa visión de uno mismo sí que es soberbia.

En La naranja mecánica, para modificar por la fuerza una determinada conducta nociva del protagonista, se lo somete a una terapia de aversión capaz de producirle un rechazo irracional a ese comportamiento, asociándolo a estímulos negativos, desagradables y dolorosos a través de una pantalla de televisión. En España, a partir de 2014, había una conducta nociva muy extendida en la población que era necesario modificar a toda costa: el apoyo masivo a Pablo Iglesias y a Podemos. Y esa conducta se intentó reconducir desde el poder (y se logró en buena medida) con un método no demasiado distinto al que se le aplica a Alex en la mítica película de Kubrick: España ha sido sometida durante siete años, todos los días, a una terapia mediática de aversión visceral a Pablo Iglesias. Por eso mucha gente afirma odiarlo irracionalmente, «sin saber muy bien por qué». Una terapia de aversión que ha funcionado en distintos estratos. Hay un nivel explícito, prosaico, que impacta en la esfera racional, en la cabeza: ahí entra la fabricación y difusión por tierra, mar y aire, fruto de la confabulación entre el Estado profundo y la cloaca mediática, de burdos («pero vamos con ello») documentos falsos que demostraran que Iglesias era un asalariado del malvado chavismo con cuentas en paraísos fiscales. Pero hay también un nivel más profundo y sofisticado, menos escandaloso pero incluso más eficaz, precisamente porque es irracional, porque te golpea en el subconsciente y en las tripas: siempre que hablemos de Iglesias, saquemos la imagen en la que salga más feo, con la sonrisa más pérfida, con los dientes más torcidos; mostremos su fotograma gestual más maligno y envilecido; de todo su discurso, cortemos y repitamos en bucle la peor frase con el peor tono, donde parezca un tipo detestable, un tirano desequilibrado y lunático. Grima, arcada, repugnancia, odio. Los mismos apellidos que llevan mandando en España cinco décadas lograron convencer a medio país, mediante su monopolio de las grandes empresas de comunicación audiovisual de masas y en particular de las supuestamente progresistas, de que el enemigo era Pablo Iglesias. Ese, y no otro, es el principal motivo que explica el reflujo electoral de Podemos y la conversión de un profesor universitario, el líder político más valorado del país, número uno en todas las encuestas electorales, en un personaje odiado por millones de personas, también por buena parte de aquellas directa y objetivamente beneficiadas por sus políticas. Algunos empiezan a darse cuenta de esto ahora, a raíz del Ferrerasgate.

Hay que decir que Iglesias aguantó siete años con todos y cada uno de los medios de comunicación disparando cada día contra él, y convirtió la de Podemos en una historia de éxito político sin precedentes: de la inexistencia al Gobierno en seis años, cinco ministerios, los cuatro mejores resultados históricos de la izquierda española de forma consecutiva y su mayor poder institucional en ochenta años. Muchos no habrían durado ni el primer asalto. De hecho, Pablo Casado le aguantó a Vicente Vallés literalmente dos telediarios. Es cierto que el poder mediático no consiguió evitar que Iglesias llegara a ser vicepresidente del Gobierno, pero sí logró que Podemos no ganara las elecciones. Y eso cambió para siempre la historia de España. Afirmar que la guerra sucia mediática es la principal causa de la destrucción personal de Pablo Iglesias y del retroceso electoral de Podemos no significa negar que existieran errores propios. Por supuesto que existieron, como no podría ser de otra manera (junto a un cambio radical de la coyuntura política —el procés catalán, la carta Ciudadanos, la carta Vox—, también determinante y lógicamente ajeno a las decisiones políticas de Podemos). Pero lo digo una y mil veces: no fueron los errores propios la variable central para explicar que Podemos, que siempre defendió básicamente lo mismo y lo hizo con gran habilidad comunicativa, pasara de cinco millones de votos a tres millones y pico; y colocar ahí el foco de la reflexión colectiva es un grave error. No solo porque pasar junto al cuerpo amoratado de alguien que ha recibido una paliza de un tumulto de sicarios y decirle que debe reflexionar sobre lo que ha hecho sea miserable, mezquino, un acto de violencia; también porque es analíticamente ridículo. Cada vez que un cuadro de la izquierda dice que señalar el peso de la contraofensiva mediática es echar balones fuera, obviando con ello una de las principales estructuras de poder de nuestra sociedad, y hace una lectura puramente autorreferencial de nuestras derrotas (o, mejor dicho, de la parcialidad de nuestras victorias), Ferreras e Inda se fuman un puro y preparan su siguiente andanada.

El poder mediático no solo ha tenido la capacidad de disciplinar a la población e inocular el rechazo hacia los líderes de Podemos. También ha sido capaz de trabajarle la batalla interna, de dividir y amaestrar a parte de la propia izquierda política a base de un sistema de premios y castigos a través de sus medios dirigidos específicamente a una audiencia progresista («cuando nosotros le damos una hostia a Podemos les duele de cojones», Ferreras dixit; «si te portas bien te trataré bien»; por eso los errores propios vinculados a las peleas internas también son inseparables de la acción mediática) y de domar al periodismo progresista estableciendo golpear a Podemos como la condición para tener una tribuna. Pienso en algunas figuras que ocupan la «cuota de izquierdas» en los grandes medios de comunicación y que, tras hacer nobles alegatos por la justicia social, se dedican básicamente a golpear a la principal organización de izquierdas del país y a augurar permanentemente que está desgastada. La caricatura de la profecía autocumplida: te desgasto cada día de la mano del leviatán mediático y después te digo que estás desgastado. Te rayo el coche y después te digo que cómo puedes ir con el coche así de rayado, y que la solución es pintarlo de otro color y ser menos agresivo en las curvas, a ver si así te perdonan la vida. Frente a los intelectuales orgánicos de la derecha, en nuestras ya de por sí muy enclenques filas, en los medios abundan por desgracia militantes de sí mismos que ven en el acto de cargar periódicamente contra los suyos el salvoconducto para que los adversarios de la mayoría social les den la consideración de periodistas independientes, los sienten en sus tertulias y les paguen buenos sueldos. Quizá sean ellos los que tienen que hacer autocrítica. «Cámbiate a ti mismo» es en el fondo la consigna de los pregoneros de la imposibilidad del cambio social. La izquierda no necesita criticarse y cambiarse a sí misma permanentemente (izquierda líquida —liquidada— mientras todo lo demás permanece sólido), necesita criticar y cambiar la realidad. Y si los planteamientos que ponen el foco en la crítica egocéntrica son errados, los que afirman que el campo mediático es inmodificable son reaccionarios: nada hay más reaccionario que naturalizar una estructura de poder y presentarla como inmutable. En 2022, romper el tablero político es romper el tablero mediático. Porque los grandes medios de comunicación no solo son los actores ideológicos más importantes de esta época, no solo son el principal arma del poder para destruir a sus enemigos; son instituciones de representación política, en el sentido más esencial de la idea de representación, porque es en torno a ellos que se construyen hoy las comunidades políticas. Y la representación política en el campo mediático está monopolizada por el régimen. «No nos representan».

Claro que se puede y se debe disputar esa estructura de poder. Si no logramos transformar el campo mediático, terreno más virgen para la izquierda (tenemos sindicatos, tenemos partidos, con todos sus límites y defectos, pero no tenemos ningún gran medio de comunicación), nuestros adversarios seguirán teniendo la capacidad de convertir en cuestión de meses en un personaje odiado irracionalmente por nuestra propia base social a cualquier referente político que represente una amenaza para los intereses de las élites que acumulan la riqueza y el poder. Si es que representa esa amenaza, claro.

*Manu Levin. Prólogo del libro de Pablo Iglesias "MEDIOS Y CLOACAS". Así conspira el Estado profundo contra la democracia.


No hay comentarios:

Publicar un comentario