domingo, 26 de enero de 2014

El triunfo de la política-espectáculo, por Enrique Bethencourt

Una adolescente cuelga en la red y distribuye por wassap un video que, sin tapujos, muestra a sus compañeros de instituto y al mundo las relaciones sexuales que mantiene con su novio. Ocurrió hace unas semanas. Su exhibicionismo tiene un fin último, que no esconde: el que su singular hazaña se vea recompensada por la presencia en uno de los programas de la telebasura, permitiéndole dar el salto a la fama y, tal vez, conseguir dinero para satisfacer algunos caprichos.

Probablemente no sea algo excepcional viendo los personajes que campan por numerosas cadenas y sus más que dudosos méritos. La reina de ese Carnaval desestacionado es, sin duda, Belén Esteban, la señora que publica libros que no escribió pero que se venden como roscas. Y que de atreverse a dar el paso de presentarse a las elecciones generales con el partido de sí misma, no sería la primera, obtendría grupo parlamentario propio; lo que confirma que, en la vida, en la literatura y en la política, todo puede llegar a ser manifiestamente empeorable.
Para mucha gente, el objetivo es lograr notoriedad y dinero, no necesariamente por este orden, y no precisamente por las vías del estudio y del trabajo. Salir en las primeras páginas de las revistas y estar permanentemente en las distintas cadenas televisivas. Ser halagado y envidiado. Sentirse importante.
Y, si les place, denigrar a aquellos que en el pasado le indicaron que si no estudiaban lo ibas a tener difícil. Como ese futbolista que esperó a sus antiguos profesores a la puerta de su instituto para mostrarles su millonario coche deportivo, al que ninguno de los docentes podría aspirar en su vida.
La tele se convierte en la medida de todas las cosas. También en la política. En ella, y también ahora en Internet y en las redes sociales, vemos la proliferación de periodistas y políticos profesionales de las tertulias, más repetidos que una estampa. Con Marhuenda a la cabeza de tan afamado y selecto club.
Actuación
El discurso meditado y con contenidos está siendo sustituido por la más espectacular actuación mediática, también en el Congreso de los Diputados o en el Senado. Ganan espacio actores y actrices políticos con intervenciones prefabricadas por expertos que buscan satisfacer lo que mucha gente quiere oír. Y que suelen obtener el aplauso fácil.
“¡Qué duro le dio al ministro!”, “Habla muy bien”, “Canta las verdades”, “No dejó títere con cabeza”, señala parte de la audiencia. Y así, personajes populistas de los que no se sabe qué proyecto político tienen, ni cuáles son sus alternativas económicas ni sociales, se ganan un hueco y reciben entusiastas aclamaciones.
No es una exclusiva de la derecha o del centrismo más o menos confeso. También en la orilla izquierda se reproducen esos comportamientos. El rigor, la seriedad en los planteamientos, la profundidad argumental, las alternativas sensatas tienen todas las de perder ante la buena imagen frente a la cámara o los chascarrillos y soflamas demagógicas ante cualquier micrófono.
Páramo 
En tiempos de masivo rechazo hacia la política, los partidos y las instituciones, parece que es la hora propicia para los que se dicen desmarcarse de la misma, aunque la ejerzan hace 35 años, o para los que colocan titulares llamativos, aunque detrás de ellos se encuentre un enorme vacío, un verdadero páramo ideológico y político. Situación que tiene, a veces, su correctivo: muchas de esas estrellas político-mediáticas se apagan pronto por cansancio ante el consumo reiterado del producto o por la aparición de una más novedosa, aún por conocer y devorar.
En medio de ese panorama me cuesta mucho entender la mitificación de las primarias o de las listas abiertas. Es verdad que las primarias pueden suponer, especialmente en los grandes partidos, una amplia movilización de militantes y simpatizantes, lo que no es poco, además de un indudable impacto mediático; perono garantizan en modo alguno que del proceso salgan elegidas las personas más cualificadas y con mayor compromiso individual e interés en integrar proyectos colectivos de transformación de la sociedad, más allá de su proyección personal.
Como también cuestiono la financiación exclusivamente privada de los partidos, al modo anglosajón, que algunos reclaman, y que facilitaría aún más la presión de lobbies económicos sobre partidos y gobiernos. Prefiero la exclusivamente pública; eso sí, con rigurosos controles y sin la obscenidad de la condonaciones bancarias de los préstamos.
Cierto es, se me dirá, que tampoco se garantiza el acierto con los tradicionales métodos de elección de líderes en el seno de los partidos, mediante asambleas, congresos o a cargo de sus direcciones.
Pero considero que, al margen de los métodos, que nunca deben ser mitificados sino valorados en su justa medida, con sus pros y sus contras, el problema de fondo es otro: cómo desarrollar programas que respondan al interés general, cómo potenciar liderazgos democráticos, abriendo cauces para una sociedad participativa y crítica… y siempre aspirando, es mucho aspirar, a que la política y los medios de comunicación sean algo más que un puro espectáculo. 
————-Puede seguirme también en Twitter: @EnriqueBeth
La televisión
Los Escárate no tenían nada, hasta que Armando trajo esa caja a lomo de mula.
Armando Escárate había estado todo un año fuera de casa. Había trabajado en la mar, cocinando para los pescadores, y también había trabajado en el pueblo de la Ligua, haciendo lo que se ofreciera y comiendo sobras, noche y día trabajando hasta que juntó la alta pila de billetes y pagó.
Cuando Armando bajó de la mula y abrió la caja, la familia se quedó muda del susto. Nadie había visto nunca nada parecido en estas comarcas de la cordillera chilena. Desde muy lejos venía gente, como en peregrinación, a contemplar el televisor Sony, de doce pulgadas, a todo color, funcionando a fuerza de batería de camión.
Los Escárate no tenían nada. Ahora siguen durmiendo amontonados y malviviendo del queso que hacen, la lana que hilan y los rebaños de cabras que pastorean para el patrón de la hacienda. Pero el televisor se alza como un tótem en medio de su casa, una choza de barro con techo de quincha, y desde la pantalla la Coca-Cola les ofrece chispas de vida y la Sprite burbujas de juventud. Los cigarrillos Marlboro les dan virilidad. Los bombones Cadbury comunicación humana. La tarjeta Visa, riqueza. Los perfumes Dior y las camisas Cardin, distinción. El vermut Cinzano, status social; el Martini, amor ardiente. La leche artificial Nestlé les otorga vigor eterno y el automóvil Renault, una nueva manera de vivir.
Eduardo Galeano, ‘El siglo del viento’, 1986

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