Despertarte temprano, subir a la azotea y contemplar el amanecer con un paisaje limpio de contaminación y sonidos es un placer para los sentidos que pocas veces antes habíamos podido disfrutar. Todo no va ser malo durante esta reclusión forzada. Una suave brisa, unos ladridos y el canto de algún gallo, apenas perceptibles hasta entonces, interrumpen el silencio matutino. La autovía a lo lejos, siempre rugiente y contaminante, aparece ahora desierta, limpia y en silencio. Si no fuera por las circunstancias daría miedo este paradisiaco silencio. Es como si hubiésemos retrocedido cuarenta y cinco o cincuenta años en el tiempo, cuando a este silencio y el cantar de los gallos se unía ese agradable olor a pan recién hecho que desprendía la panadería de Andresito y que inundaba toda La Atalaya.
Recuerdos de la infancia grabados a fuego en la memoria sensitiva y emocional de los atalayenses.
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