¿Quiénes reivindican que los acuerdos se cumplan o quiénes trabajan para naturalizar un marco de renegociación permanente y a la baja del programa del propio Gobierno?
Hace unos días, en la Escuela de Otoño de IU en Sevilla, Rafa Mayoral planteaba la diferenciación que a su juicio cabe establecer entre el “Pacto del 78” y el “Régimen del 78”. Según este esquema, “Pacto del 78” se refiere al texto constitucional, resultante de la correlación de fuerzas que existía en aquel momento entre las élites provenientes de la dictadura y las fuerzas que habían protagonizado la oposición social, política y sindical al régimen de Franco. De forma similar a lo que representa un convenio colectivo como cristalización jurídica de una determinada correlación de fuerzas entre patronal y trabajadores, la Constitución del 78 plasma una dialéctica por definición contradictoria entre los ingredientes políticos que impusieron los prebostes franquistas (el más importante, cuyo nombre y apellidos incluso figuran en el texto constitucional, vive hoy en un hotel de lujo en Abu Dhabi) y los elementos que lograron introducir en aquella negociación las fuerzas democráticas (las libertades públicas, los derechos sociales, el reconocimiento del papel del sector público en la economía y demás aspectos progresistas de la Constitución). Frente al “Pacto del 78”, cosa distinta sería, siguiendo el razonamiento de Mayoral, lo que llamamos “Régimen del 78”: toda la estructura de poder, más material que formal, desplegada precisamente para evitar el cumplimiento de la parte más progresista del Pacto. En otras palabras: las mismas élites políticas que suscribieron un pacto formal que incluía piezas relevantes conquistadas por la izquierda instituyeron en paralelo una estructura material destinada a impedir el desarrollo de los componentes que no les gustaban de aquel acuerdo. El planteamiento no dista mucho, aunque expresado en otros términos, del que ha subyacido siempre al discurso político de Unidas Podemos: la reivindicación de los elementos progresistas de la Constitución y la denuncia de los dispositivos oligárquicos construidos para soslayar su realización efectiva.
Esa contraposición Pacto vs Régimen dibuja una analogía interesante para pensar la contradicción permanente que existe en el seno del actual Gobierno de coalición: la que se da entre el programa que el PSOE firmó con Unidas Podemos –cuyo cumplimiento íntegro, al igual que el de la Constitución, representaría avances significativos para las mayorías sociales– y toda la arquitectura discursiva, comunicativa e institucional, que incluye a la estructura gubernamental, construida por el propio PSOE con el fin de evitar en el mayor grado posible la aplicación de los elementos más ambiciosos que Unidas Podemos imprimió en el acuerdo de Gobierno.
Merece la pena recordar cuál fue la génesis del Gobierno de coalición. La historia de España entre el año 2015 (cuando se generaron las condiciones de posibilidad en el Parlamento para la ruptura del bipartidismo) y el año 2019 (cuando finalmente se rompió; conviene no olvidar que el bipartidismo no es sino un sistema de turno en el Gobierno) está marcada por las resistencias del aparato del PSOE a formar un Ejecutivo de esa naturaleza, para el que había números desde las primeras generales a las que concurrió Podemos. Primero fue el pacto con Ciudadanos, después la abstención para que gobernara Rajoy, finalmente la nueva intención de pacto con Ciudadanos en el verano de 2019, que Rivera no quiso, y la voluntad de que, en el mejor de los casos, Unidas Podemos firmara un brindis al sol en forma de acuerdo programático y se quedase fuera de los ministerios. Fueron necesarias cuatro elecciones generales en cuatro años para que Pedro Sánchez asumiera, tras perder más votos que Unidas Podemos en la repetición electoral de diciembre de 2019, que la única forma que tenía para gobernar en España era hacerlo con Pablo Iglesias.