domingo, 13 de enero de 2013

El pensamiento estratégico (La opinión de DANIEL CAPÓ en La Provincia)

DANIEL CAPÓ Para los antiguos griegos, la democracia se oponía al uso de la demagogia. Aquella consistía en el ejercicio del voto de los hombres cultivados; esta apelaba - mediante la adulación y la propaganda - a los instintos y emociones de la plebe. Aristóteles fue el primero en advertir la dinámica corruptora que implicaba la demagogia para el buen funcionamiento de los mecanismos democráticos. La consecuencia lógica de esa forma de gobernar era el empobrecimiento de la textura social, ya fuera en su capacidad de plantear el debate político bajo una luz razonable o en la articulación de un proyecto en común. La democracia moderna, por su parte, surgió de una raíz distinta - herencia de los principios de Libertad, Igualdad y Fraternidad -, basada en la extensión universal del voto. Sin embargo, la pregunta por la cultura no perdió su vigencia: ¿puede ser plenamente democrática una sociedad que descuide la educación de sus ciudadanos? ¿Qué vínculo se establece entre la ignorancia y la manipulación de las masas? La cuestión es pertinente, sobre todo en un país como España que carece de tradición parlamentaria, de un humus intelectual firme y cuyos índices de fracaso escolar - superiores al treinta por ciento - desbordan por un amplio margen la media europea.


Dicho de otro modo: el gran riesgo que afecta a la democracia moderna - y, por ende, a la española - es la sustitución del pensamiento estratégico por la táctica política. Pensar estratégicamente exige planificar el futuro desde la óptica de un bien común que toma en consideración a las generaciones venideras: el endeudamiento se modera, las infraestructuras se racionalizan, el mercado se abre a la libertad de oportunidades, se prioriza el capital humano y se instauran políticas de conciliación familiar. El tacticismo, no obstante, soslaya el largo plazo a cambio del disfrute inmediato de los beneficios del poder. Más allá de las mayorías parlamentarias, el horizonte de la política bascula sobre periodos de cuatro años, cuyos dos últimos resultan inhábiles a efectos reformistas. En tiempos de bonanza se reparte la riqueza en forma de dádivas: la generosidad de las subvenciones sirve para consolidar los privilegios de ciertos sectores profesionales; el gasto fiscal se vuelve irresponsable; las infraestructuras, irracionales. El aire festivo se propaga al mismo ritmo que el halago populista. El desenlace lo conocemos de sobra: descrédito de la clase política y de las instituciones oficiales y asimismo liquidación por derribo de la economía.



Cuando la demagogia pervierte la democracia, el pensamiento estratégico se convierte en una parodia de sí mismo. A diario comprobamos que los recortes asfixian a la sociedad con la vaga promesa de un porvenir mejor, aunque nadie logre explicarse de dónde provendrá ese crecimiento futuro. La moral del país se polariza entre el desánimo y el hastío. El objetivo oficial parece resumirse en aguantar, a la espera de que termine el ciclo negativo. Por supuesto, el declive a medio plazo representa el correlato habitual de este tipo de intercambio cíclico.



Al final, la cuestión de fondo permanece: no cabe aislar el modo de gobierno del pueblo en que se desarrolla. Y dentro del catálogo de virtudes que requiere un país, la demagogia y el victimismo no ocupan ningún lugar. El paso del pensamiento táctico al estratégico constituye uno de los debates esenciales de hoy.



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