Hace unos años escribí este texto que mantiene plena vigencia. Me
apetece volver a compartirlo con ustedes.
En algunas ocasiones he escrito, casi siempre con rabia, acerca de la
banalización y el desprecio con que, desde distintos ámbitos, se tratan
nuestras tradiciones y nuestro acervo cultural. He reflexionado varias veces
sobre la introducción con fórceps del Papa Nöel de la Coca Cola, al que se ha
enfrentado con nuestra Navidad y Reyes Magos y también sobre esa especie de
carnaval llamado Halloween, un fenómeno cada vez más presente en nuestra
sociedad, con la complicidad de los grandes centros comerciales, familias que
se inhiben y los propios maestros que, a veces sin pretenderlo, están
contribuyendo a la desaparición de nuestro Día de los Difuntos.
Justo en la víspera de unas
celebraciones que llenan nuestros cementerios para, desde lo más profundo,
honrar a los seres queridos que ya no están con nosotros y que guardamos y
amamos en nuestra memoria; justo en las fechas en las que nos reservamos
momentos de complicidad familiar para recordar a los que tanto nos quisieron y
tanto seguimos queriendo, se nos intenta introducir una especie de mascarada y
fantochada -bufona y superficial- que desvía la atención de niños y mayores
hacía monstruos, vampiros, zombis y brujas de tres al cuarto.
En estas fechas, en las que
recordamos con más intensidad a los que se nos han ido, en las que más sentimos
como “arden las pérdidas” que escribió Antonio Gamoneda, quiero hacer un
artículo distinto en su memoria y compartir con ustedes algunos de los versos
de los poetas que más me han conmovido al cantar a sus seres queridos,
desaparecidos físicamente.
No podemos permitir que lo más
frívolo de nuestra sociedad se acomode en esa “misteriosa puerta que abre a la
muerte el olvido” como dijo José Bergamín.
Dice Luis Cernuda en su poema Dos de Noviembre: “las campanas hoy/
ominosas suenan./ Aún temprano, el aire,/ frío acero, llena/por tu sangre
adentro./ Recuerdas los tuyos/idos este año/ dejándote único.
Como Lord Byron nuestros muertos nos cantan cada día: “Acuérdate de mi/
...cerca de mi tumba./ No pases, no, sin regalarme tu plegaria:/ para mi alma
no habría mayor tortura/ que es saber que has olvidado mi dolor”.
Es imposible que no nos revelemos contra el vacío que combate Miguel
D´Ors cuando afirma: “las yerbas del olvido/empiezan a crecer sobre su tumba,”
frente a los versos de José Mª Carreño, que nos abre presencias sin renuncias:
“aquí descansa el cuerpo,/ su alma no:/ transeúntes del aire/ sigue en vilo”.
Cuanto dolor expresado con tanta ternura ante la desaparición física de
los hijos, como el de José Ángel Valente: “Me parecía ahora como si quedase
suspenso el amor. Y no era eso. Tan sólo tú no volverías nunca” o “Ni la
palabra ni el silencio. Nada pudo servirme para que tú vivieras”. O como el de
Stephane Mallarmé en su poemario inconcluso “Una tumba para Anatole”: “puedes,
con tus/ pequeñas manos, arrastrarme/ a tu tumba/ tienes el derecho/ yo mismo/
estoy siguiéndote, yo/ me dejo llevar”.
“¿Amanecerá y atardecerá, por siempre, en su tumba?”¿Adónde van los
muertos, Señor, adónde van? se pregunta la poetisa árabe Al-Janza ante la
muerte de su hermano Sakr; y Jorge Ferrer Vidal le ruega al suyo: “Si al menos
nos quisieras/ decir por que caminos marchas/ o en qué bosque te asilas/ o en
qué estrella de la noche te hospedas…”. Es el mismo doloroso desgarro de José
Antonio Labordeta por la ausencia de su hermano mayor: “Miguel:/ mamá te vuelve
a descubrir/ cada mañana/ y mira tus camisas,/ tus viejos pantalones,/ tu boina
de domingo,/ tus zapatos de campo y de paseo/ y te gesta de nuevo,/ esta vez a
lágrimas y llanto”; o el de César Vallejo: “hermano, hoy estoy en el poyo de la
casa,/donde nos haces una falta sin fondo..”/ oye, hermano, no tardes/ en
salir. Bueno? Puede inquietarse mamá”, y el de Luis Artigle: “voy a dejarte
escrito este poema/ antes de que se enfríe:/ que te enfríes./ Mamá ha llorado
mucho y aunque tal vez podamos recoger lo derramado/ cuando vuelvas./ Sí, tal
vez”.
Llanto, desde la más absoluta
entrega, el del hijo Juan Ramón Jiménez que dice a su madre muerta: “Desde que
eres la muerte,/ estás en todas partes, como un Dios./ Eres mar, soledad,
cielo, infinito,/ y te fuiste a elevar tu gran amor./ Eres inmensamente
envolvedora,/ aprietas desde todo el corazón”.
“Hoy ya no oigo las voces de
aquel tiempo/ ni abuela/ ni abuelo/ Totónio Rodríguez/ Tomásia/ Rosa/ ¿dónde
están todos?/ están todos durmiendo/ están todos acostados/ durmiendo/
profundamente”; evoca así todas sus pérdidas el brasileño Manuel Bandeira.
“Acaso está muy sola. Tal vez
mientras yo pienso/ en ella, está muy triste: quizá con miedo esté” dice Amado
Nervo, ebrio de incertidumbre y duelo
por su amada Ana Daillez.
Que grito tan desgarrador el de
W.H. Auden: “parad todos lo relojes, cortad el teléfono,/ no dejéis que ladre
el perro ante su sabroso hueso,/ silenciad los pianos y con amortiguado tambor/
sacad el ataúd, que vengan las plañideras”.
Frente a la mascarada, los versos de Alejandra Pilarnik: “golpean las
sombras/ las sombras negras/ de los muertos.” Y los de Francisco Brines:
“misericordia extraña/ ésta de recordar cuanto he perdido,/ y amar aún su
inexistencia” y los de Harold Alvarado Tenorio: “valiente y hermoso/ no pudo la
muerte/ malgastarte./ Mis labios/ te
hacen inmortal: / te he amado mucho”.
¡Cuantos sentimos la nada de
Alfonso Costafreda!: “Ha muerto mi padre./ Se repite su ausencia cada día/ en
el hogar vacío”! y repetimos los versos de Pedro Casariego: “Los gusanos y el
estiércol/ sólo ellos te desean/ con la torpeza horizontal del/ amor”. Y el
vacío glacial de Roque Dalton: “Desde ayer que te fuiste / hay humedad hasta en
la música”.
Frente al carnaval de los zombis,
los versos de José Bergamín: “Si alguna vez sintieras todavía,/ cuando yo me
haya muerto,/ arder como una llama temblorosa/ en tu alma mi recuerdo,/ piensa
que más allá de los espacios infinitos,/ perdido entre las llamas infernales/
yo te sigo queriendo”.
Frente a la sustitución del recuerdo y la presencia de los seres
queridos por una fantasmada vacua, las palabras de Roberto Juarroz: “Quienes se
olviden de llorar/ deberán algún día,/ a pesar de su apremio,/ regresar a la
fuente./ sentirán algún día/ que la falta de lágrimas/ termina por borrar
cualquier rostro/ aunque sea el de dios”.
Hoy es el día para recordar con Manuel Ruiz Amezua a “Los que más nos
amaron”: “Miraban por nosotros,/ sufrían con nosotros/ y amaban nuestra vida./
Miraban a los ojos/ nos protegían siempre/ de todos los dolores y de todas las
lágrimas/ de todas las desdichas./ Pero un día se fueron para siempre./ Pasaron
las horas, llegó la noche,/ y un día y otro, y otro,/ y nunca más volvieron./
Me dejaron solo frente al mundo:/ Sin saber adónde ir:/ Sin querer la soledad.
/ Mirando a todas partes y a ninguna. / Buscando mi verdad, y amparando la
suya”.
No podemos aceptar que este
Halloween superficial y consumista dé la razón al poeta: “¡Dios mío, qué solos
se quedan los muertos!”
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