Mi perro es el espejo en el que me miro cada mañana. Lo recogí hace unos años en una perrera. Lo habían maltratado y su mirada era la mirada más triste que había encontrado hasta ese momento. Ni siquiera se acercaba a la parte delantera de la reja como los otros perros. No confiaba lo más mínimo en los humanos y yo creo que prefería dejarse morir al fondo de aquella jaula antes que volver a estar con cualquiera de nosotros. Me costó cuatro o cinco días que se acercara y que se dejara acariciar; pero bastaba el más mínimo ruido para que todo su cuerpo temblara y para que buscara la manera de escapar. Poco a poco logré ganarme su confianza y ahora creo que es el perro más feliz del mundo cuando está en casa. En la calle, por mucho tiempo que pase, siguen aflorando sus miedos cada vez que escucha un golpe fuerte o cuando ve que por la acera vienen varias personas y no encuentra una salida alternativa por la que evitarlas. He tenido que comprender su miedo y me conmuevo ante su reacción cuando siente pánico. Jamás muerde ni ha enseñado los dientes, solo se achanta o trata de escapar.
Ahora mismo hay muchos perros en las perreras que están siendosacrificados por la traición de dueños irresponsables o sádicos que jugaron con su cariño y con su lealtad. Lo bueno es que también hay muchos humanos que acuden como voluntarios a esas perreras y que tratan de buscarles un dueño que les permita entender que no somos todos iguales. Podría contarles cientos de historias de perros que les pondrían los pelos de punta. Recuerdo, por ejemplo, aquella espera diaria por su dueño en las puertas de Urgencias del antiguo Hospital del Pino (el perro había visto que había entrado por aquella puerta y por más que lo echaban no se movía de sus cercanías porque nadie pudo explicarle que a quien esperaba ya estaba muerto).
Mirando a mi perro me asomo a mi propia alma. También a mí me han traicionado alguna vez y me han virado la cara quienes tienen la indecencia moral de juzgar injustamente lo que no saben. Cualquiera de esos días te pueden dejar a la deriva; pero luego sabes que, si no te conviertes en uno de ellos, te acabas encontrando con otras personas que hacen que la vida merezca la pena, y entonces recuperas multiplicados tus afectos, tu creencia en que la bondad y el corazón son capaces de derribar montañas y en que existen esos milagros que esperaba mi perro hace años cuando lo encontré aterido y temeroso al fondo de una gran jaula. Ahora levanto la vista mientras escribo y lo veo durmiendo plácidamente a mi lado. Su respiración tranquila, confiada, aquieta el mundo. Nos seguirán golpeando los indeseables de vez en cuando. A nosotros y a otros perros. Pero nunca lograrán que seamos como ellos. Ahí es donde realmente pierden todos los canallas.