sábado, 13 de abril de 2013

RECUERDOS DE LA ATALAYA

La Atalaya, Becerril y La Montaña, desde la Montaña de Guía en la década de los 70  (imagen del Fondo de Fotografía Histórica de la FEDAC)
Hace unos días, de buena mañana, mientras paseaba a mi fiel amigo Toy, cuando los rayos de sol aún no habian hecho acto de presencia pero ya su luz se anunciaba con fuerza el horizonte de la Montaña de Arucas presagiando un cálido día de primavera, con la suave brisa que a esas horas todo lo reconforta y con el sonido de fondo de los pájaros que con sus cánticos anunciaban también la llegada de la nueva estación, me vinieron a la mente muchos recuerdos de la infancia en mi barrio de La Atalaya. En esos recuerdos de la infancia y juventud en los que se intercalan imágenes, sonidos y olores a partes iguales, cobra un especial protagonismo para mí los olores, y desde mi situación con una vista privilegiada sobre todo el barrio, no puedo evitar referirme al olor a pan recien hecho que entonces inundaba toda La Atalaya cada mañana a esa misma hora. Era un pan de leña de los que ya no se hacen, de esos panes que te los comes sin darte cuenta, y de los que se puede decir que ya los estas disfrutando antes de comerlos.

Estos recuerdos me trasladaron a un tiempo atrás en el que tuve la fortuna de visitar con frecuencia esa panadería (la única que había en La Atalaya, porque la de Pepe Juan estaba entonces en Guía), disfrutando de ese calor y olor característicos, de observar con curiosidad la preparación, elaboración (con sus propias manos) y cocción del maravilloso pan de leña. Hasta tuve la oportunidad de pasear por todo el barrio con un saco de pan a la espalda recien horneado, en lo que supuso mi primera experiencia laboral durante un corto periodo de tiempo, mientras sustituía a mi hermano accidentado que fue el panadero oficial de Andresito durante algún tiempo.
La Atalaya en la actualidad (imagen de José Tomás Felipe)

Me trasladaron también estos recuerdos a una época en la que todo era más sencillo, más noble, y por qué no decirlo, más ingenuo. En ese tiempo, con once o doce años, mi horizonte más lejano estaba en aquella Montaña de Arucas por la que salía el sol cada mañana o la “lejana” capital. Las Palmas para mí y la gente de mi época en el barrio era otro mundo. Ni por la cabeza se me pasaba entonces las tierras y gentes y vivencias que llegaría a conocer en un futuro que yo entonces pensaba lejano. Recuerdos tambíen de juegos y amigos, de familiares, profesores y vecinos que ya no están con nosotros.

Recuerdo que por aquella época en La Atalaya teníamos equipo de baloncesto y lucha canaria, también se practicaba balonmano y frontenis -aparte del fútbol claro-, y eso con mucha menos población que ahora. Da la impresión de que, para nuestro desconcierto, poco hemos avanzado. Estamos hablando de más de treinta y cinco años.

Recuerdos de lo insignificante e importante que es a la vez nuestro paso por la vida. Qué años, que vivencias y recuerdos.

Hoy, desde esta atalaya de la vida que me dan mis 48 primaveras, quiero decir que deseo dejar a mi hija (y futuros nietos), sobrinas y ahijado, un mundo diferente, mejor que el que tuvimos entonces, pero sobre todo mucho mejor que el que tenemos ahora.

Pero antes de empezar a filosofar con las añoranzas del pasado y a divagar con un incierto futuro mi perro me devuelve a la realidad, lo que me obliga a volver a la rutina diaria.

Me quedará siempre en la memoria el suave aroma del pan de leña que brotaba de la panadería de Andresito y que tan agradables desayunos nos brindó a toda mi generación.

Maestro Pancho.-

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