Por Manuel Rico | No es por casualidad la inexistencia en nuestro país de una extrema derecha con cierto peso electoral como ocurre en otros países europeos. La razón es muy sencilla: está en el PP impartiendo doctrina.
Recuerdo una anécdota que viví en mi primer curso de periodismo allá por el año 1973, ó 1974. Fui a retirar unos apuntes a casa de un compañero que vivía en en la madrileña calle de Capitán Haya. Recuerdo de aquella visita dos imágenes que me llamaron poderosamente la atención: una enorme bandera rojigualda con el escudo franquista bordado en el centro, presidiendo el vestíbulo, y una cocina lujosa e inmensa, tan grande como todo el piso de protección oficial en la periferia de Madrid que yo compartía con mis padres y mis hermanos. El padre de mi amigo tenía un alto cargo en la administración franquista y el mundo en que aquella familia vivía era un mundo radicalmente distinto al mío. Mi compañero, al que perdí la pista al poco de terminar la carrera, había nacido, como yo, en la década de los cincuenta, pero había crecido en un ambiente y con una educación en las antípodas de la mía. En su familia nunca habían cuestionado el sistema: al contrario, vivían cómodamente a su sombra. La normalidad cotidiana se había cimentado con el “cara al sol” en el patio del colegio, la religión en el aula, la misa semanal, la ignorancia (inconsciente o buscada) respecto a la existencia de miles de presos políticos, la elusión de la falta de libertades, el mito de la pérfida Albión como fuente de todos los males y del robo de Gibraltar, la visión de la guerra civil como una cruzada necesaria contra una República que llevaba al país al desastre y toda una panoplia de aprendizajes bajo un Régimen que mimaba a sus afectos y servidores y que se había convertido, en la mente de la mayoría silenciosa en algo parecido a la marcusiana “sobrerrepresión”, o autorrepresión convertida en parte de la conciencia propia a fuerza de miedo, resignación y voluntad de sobrevivir.
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